¿Es posible el romance entre un humano y un mono? Aunque sea un distante eco de otra civilización, la respuesta debiera decantarse por el sí. Si tirásemos de hemeroteca pop recordaríamos como en El Planeta de los Simios, aquella famosa película del ’68, el personaje de Charlton Heston terminaba por enamorarse de una de las simias. No es el caso, claro está, que un miembro de la especie política de la izquierda pudiera tener semejante affaire con un cofrade de la derecha en estos tiempos de megapolarización. De igual modo, no sería del todo errado si nos atreviésemos a buscar parecidos razonables entre la susodicha ficción y la realidad de la política estadounidense. Disculpen, entre la película de los monos y la Ficción mal escrita que es la actualidad, tal como ocurrió ayer, trágicamente, con el asalto de los antropoides al Capitolio. Mas si no nos fallase la memoria recordaríamos como en los consiguientes capítulos de la saga cinematográfica, los simios, tras muchas peripecias y aventuras, concluían por tomar el poder sustituyendo la estatua de Abraham Lincoln por la de un miembro del Macaca Nemestrina, una rama de la gran familia simiesca.
Ayer, cómo no, vimos escenas muy parecidas. Aunque lo intentásemos ya no se nos podrá borrar de la memoria las imágenes de aquellos Titis Pigmeos y Monos Araña trepando por los muros del santo templo de la democracia. Lo vimos con la reacción de su especie en Twitter, (El Paraíso de los Monos), con las declaraciones de los portavoces de la ultraderecha «International” que decidieron culpar a la izquierda de semejante acto de terrorismo. Según Santiago Abascal de Vox, él ya ha encontrado al culpable, y, redoble de tambor, su nombre es ni más ni menos que el de Pablo Iglesias.
Lo que vimos ayer, decía, es la inexorable demostración que la ficción en la que se ha travestido la política actual es más terrible y mórbida, si cabe, que la de las películas de catástrofes de siempre, tal como fue El Planeta de los Simios para los humanos de su época. Y es que en aquella lejana galaxia de entonces, chulazos como Charlton Heston se iban de picos pardos con guapísimas simias, y la izquierda y la derecha, aunque enfrentadas, mantenían invariablemente una concordia, un respeto por la democracia y un sex appeal que les permitía la muy necesaria reproducción interespecies. Una necesidad que, más que la de un romance tórrido de una noche de verano, debiera ser la de su escritura y formalización en una nueva Declaración Universal de los Derechos Humanos. Perdón, la de una novísima Declaración Universal de los Derechos de las “Especies”.