En un reportaje de TVE titulado “¿Cómo es el confinamiento de las personas más adineradas?”, una mujer con más dinero de lo normal explica cómo ha estado viviendo la nueva situación. Ha tenido que prescindir del servicio para evitar contagios. Ha hecho acopio de lejía, platos preparados, conservas de frutas. Aunque no vea a nadie y nadie la vea, se sigue arreglando a diario. Sale puntualmente al jardín para aplaudir a nuestros sanitarios (nadie más, por lo que parece, aplaude en el vecindario). Y de paso declama unos poemas que ha hecho imprimir en un cuaderno de falso mármol.
A mí me resultó simpática, y no tengo por qué no creerme que todo esto que hace delante del equipo de reporteros lo hace también cuando no los tiene delante. Lo que parece caracterizar muchos de sus comportamientos, me digo, es que son para nadie: arreglarse para nadie, aplaudir para nadie, escribir para nadie. Otra forma de verlo: son ‘comportamientos para los dioses’, como esas construcciones antiguas que solo se veían desde el cielo y no cumplían otra función que la de poder ser vistas desde el cielo. Es decir, por nadie. Se trata, en definitiva, de comportamientos de gasto improductivo, de puro derroche de energía, o, en palabras de Bataille, “abandono, derramamiento y turbulencia”.
Yo, sin embargo, que considero que la vida es demasiado buena para mí, o mejor dicho, no puedo permitirme vivir solo para mí, procuro evitar en la medida posible todo gasto innecesario; cualquier gasto al que no pueda de una manera u otra sacar partido.
Es cierto que tengo hábitos disipadores, como fumar, o comer chatarra sin valor nutritivo, que luego intento desalojar de mi organismo pedaleando frenéticamente (para nadie) en mi bicicleta de apartamento. Me siento culpable por diferentes cosas, y en general tengo demasiados pensamientos improductivos o disuasorios. También consumo toda clase de chatarra audiovisual, de la que difícilmente puedo decir que me ayuda a crecer o siquiera informarme (eso sí, me preocupo de bajar al mínimo la luminosidad de la pantalla del ordenador). Pero, aunque hago todas estas cosas, intento convencerme de que sirven para algo, enmarcándolas en algún tipo de racionalidad económica más o menos ad hoc: me abandono a la “turbulencia” y me “derramo”, sí, pero para poderlo contar, por ejemplo, o para desconectar un rato, y así poder retomar el trabajo más adelante con entusiasmo renovado.
Aunque esté entregado al consumo improductivo (comer chatarra para pedalear, pedalear para comer chatarra, pensamientos disuasorios y horas de entretenimiento irrecuperables), siempre hay una parte de mí que piensa que puedo y debo extraerle a todo lo que hago algún tipo de rendimiento, aunque sea imaginario. Siempre puedo y debo decirme: “Por lo menos, me habrá servido para escribir este texto”, este que estás leyendo tal vez.
A eso me refiero cuando digo que no puedo permitirme “vivir solo para mí”. Y cuando digo que la vida es “demasiado buena para mí”, me refiero a esta especie de avaricia del apocado: prohibido gastar, pero no por ansia de acumular, sino porque los recursos de la Tierra son limitados y no merezco ser yo quien los dilapide. En el fondo es un no querer vivir, no porque la vida sea “una mierda”, como suele decirse, sino precisamente porque es “demasiado buena”.
Si hubiera de todos para todos, me digo, me abandonaría sin freno ni reparo al gasto improductivo, al “derramamiento”, a la “turbulencia”. Pero no es así. La vida es como la ropa de marca que me regalan en Navidad mis familiares más adinerados, esa ropa que nunca me pongo, sino que la dejo en el armario, entregada a los elementos.
Dicho de otro modo: también en el delirio hay clases. La cabeza que delira no fluye libremente, no es el documento en blanco donde todo enunciado es posible, sino que cada pensamiento emitido está condicionado por lo que se puede o no permitir uno hacer materialmente. Así, unos deliran sobre la limpieza absoluta, sobre la absoluta expulsión de lo que venga de fuera (“Fuck cualquier cosa que venga del exterior”, como dijo hace unas semanas Miranda Makaroff; y me pregunto si la acumulación de botellas de lejía en la alacena de la mujer del reportaje no obedece precisamente a ese mandato). Otros, por el contrario, deliramos sobre el vaciamiento absoluto, sobre la absoluta expulsión de lo que venga de dentro: ocupar el menor espacio posible, cambiar de sitio la menor cantidad de cosas posible e ingerir la menor cantidad de porciones de materia posible, incluso hablar lo más bajo posible. Porque hasta decir “la huella de carbono” tiene huella de carbono, y decir que “decir ‘la huella de carbono’ tiene huella de carbono” tiene huella de carbono, y así sucesivamente. Decirlo en el ordenador es peor, y decirlo en público, mucho peor, y así sucesivamente.